La carretera duraba nueve curvas
y quince fríos minutos,
hasta el muelle de los barcos grandes,
presas de nuestros revólveres.
Y disparábamos contra el hierro
como aves felices, lejanas,
blancas como un secreto de mar.
Recuerdo que ya imaginábamos
que atestiguar la infancia
resultaría penoso y ocre,
y con el saber del tiempo invertido
manejábamos con destreza las balas.
Un día me escapé de nuestro piso,
me estuvieron buscando mil ventanas.
Sé que ha pasado el tiempo:
llegarán a decirme que nadie inventó el mar.
Y qué importa, si tienes
un instante después de cada instante
y hay mil ventanas rotas,
un universo desproporcionado,
un mar sin inventar.
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